La gran epopeya

Intrépidos viajeros y navegantes que se arriesgaron por lo desconocido.

El instinto de viajar es tan natural y antiguo en el ser humano, que casi podría decirse que nació con él. Unas veces viajaba por necesidad, empujado por la inclemencia del clima o por otros hombres; otras, lo hacía en busca de mejores pastos para sus rebaños o de tierras vírgenes para su cultivo, y otras, en fin, por el simple deseo de conocer el mundo en que vive.

Quizá el hombre ha tenido siempre, oculto en lo más recóndito de su subconsciente, el anhelo de conocer las regiones lejanas de donde llegaron sus antepasados, en el misterioso Oriente. Sin embargo, hasta bien avanzada la Edad Media, Asia ha sido un continente poco conocido de los europeos, a pesar de que éstos tenían ya noticia de su existencia, desde varios siglos antes de la era cristiana.

Prescindiendo de testimonios más antiguos, baste recordar que Alejandro Magno llegó hasta el Indo; su acompañante, el filósofo Onesícrito, menciona la isla de Taprobana (Ceilán), y ;Neasco, el almirante de su flota, arribó con sus naves hasta los límites de China y el Tonkín.

En tiempos de los Tolomeos, Egipto comerciaba con la India, haciendo que sus barcos navegaran desde el mar Rojo, a través del océano índico, aprovechando los monzones. Y, por el interior, en el siglo II, el macedonio Maes Titianos hacía llegar sus mercancías, por Samarcanda, hasta la ciudad china de Singan-Fu.

Pero a partir de la caída del imperio romano de occidente, en el siglo V, Europa tuvo que olvidarse de los asuntos de Asia, agobiada por los graves problemas que para ella surgieron en su propio territorio. No obstante, en el siglo se renovó el interés de los países occidentales por entablar relaciones con los poderosos imperios asiáticos. El rabino español Benjamín de Tudela partió de Zaragoza en 1159 y regresó en 1173, después de visitar el Oriente, llegando hasta la China,y de haber escrito un libro sobre los territorios visitados.

Otros monjes, convertidos en embajadores de los monarcas y de los pontífices, penetraron en el gran continente amarillo, llegando hasta Pekín, donde, a fines del siglo xm, Juan de Montecorvino fundó una misión. Sin embargo, el contacto fue breve, pues la agitada vida medieval europea no permitió mantener relaciones entre uno y otro continente.

Esto no quiere decir, desde luego, que Europa permaneciera en una ignorancia total sobre las cosas de Oriente. Los árabes, cuyos dominios se extendían desde España hasta el corazón de Asia, poseían informaciones sobre los países situados más allá del Éufrates; las Cruzadas, al poner en contacto al mundo oriental con el occidental, habían significado un valioso intercambio de ideas y noticias; las invasiones mongólicas de Gengis Khan y, Tamerlán habían revelado asimismo algunas cosas sobre Asia; pero, sobre todo, los arriesgados mercaderes que cruzaban con sus caravanas los inmensos territorios entre la China y el Mediterráneo, para llevar a Europa los ricos productos del Oriente, fueron una fuente continua de información.

Las noticias eran, sin embargo, confusas e inciertas. El comercio con Oriente se realizaba, a partir del momento en que el Asia Menor había caído casi totalmente en poder de los musulmanes, a través del Asia Central, por el mar Negro, hasta Constantinopla. Por allí llegaban las ricas sedas y porcelanas de Persia, de la India y de China y, sobre todo, las especias, que los pueblos de Europa tanto necesitaban. Pero, en 1453, los turcos tomaron Constantinopla, acabando con el imperio romano de Oriente y con el centro del comercio de Europa con Asia, cuyo monopolio ostentaban, prácticamente, las repúblicas italianas de Génova y Venecia.

Se planteó entonces la necesidad de encontrar un nuevo camino para llegar al Oriente en busca de las preciadas especias, y se inauguró la era de las grandes exploraciones marítimas. El descubrimiento de la brújula (mejor dicho, de su aplicación a la náutica) había de dar gran impulso a los viajes por mar, permitiendo la navegación de altura, en vez del cabotaje, mientras que la invención de las armas de fuego daría a los países europeos una enorme ventaja en las empresas de conquista de las tierras que se descubrieran.

Este detalle tiene la mayor importancia, ya que las naves de aquel tiempo no permitían trasladar grandes ejércitos, por lo que la dominación de los nuevos territorios tenía que ser realizada por tropas poco numerosas. De no haber tenido la superioridad de las armas de fuego, la conquista no se habría realizado, ni la consiguiente colonización, ni por tanto, la obra de incorporar los nuevos pueblos a la corriente del progreso mundial.

Y así, casi de repente, a fines del siglo xv el europeo empezó a conocer las vastas partes del planeta que durante siglos había ignorado y descubrió nuevos mundos, habitados por hombres de costumbres diferentes y de distinta manera de concebir la vida. 

Fuente: Apunte de la materia de Comercialización de la UNIDEG.