Evolución del reloj
Desde épocas remotas el paso del tiempo ha sido considerado tanto por los filósofos como por los científicos como parte integrante del mundo que nos rodea, dado que aparentemente el tiempo discurre independientemente de todos los demás sucesos, sin experimentar perturbación alguna y en la misma dirección (es decir, del pasado al futuro). En el campo científico se han realizado desde tiempos lejanos intentos por medir el tiempo con precisiones cada vez mayores y utilizarlo de este modo como una especie de referencia absoluta para los fenómenos estudiados por la ciencia.
Contra la opinión de I. Newton, la teoría de la relatividad formulada por A. Einstein en el presente siglo demostró, sin embargo, que el tiempo no constituía esa referencia absoluta, y que en realidad es una magnitud relativa que en dicha teoría se encuentra en pie de igualdad con las, dimensiones espaciales, con las que forma un espacio cuatridimensional.
Evolución del reloj
Sin embargo, la medición del tiempo ha sido una de las principales preocupaciones de todas las culturas a lo largo de la historia. Desde los primitivos relojes de sol, pasando por las clepsidras (O relojes de agua) y los relojes de arena, los intentos por construir un dispositivo que midiese el tiempo con precisión han sido innumerables.
Sin embargo, no fue hasta el siglo XVII, y gracias a los estudios acerca del péndulo realizados por Galileo Galilei, R. Hocke y Ch. Huygens, cuando se pudo disponer de un mecanismo fiable para la medición del tiempo. Un siglo más tarde, I. Harrison (1693-1776) logró desarrollar, en 1761, un reloj mecánico (reloj marino) que hizo posible que los barcos dispusiesen de una medición fiable del tiempo (con un error de menos de un Segundo por semana).
La introducción del áncora por W. Clement (1670) y la espiral de volante para los relojes de bolsillo mejoraron su precisión, mientras que el empleo de las piedras preciosas como soportes para la rotación de los ejes portadores de las ruedas dentadas de los engranajes y los escapes de cilindro permitieron reducir aún más sus dimensiones.
El proceso de mejora culminó tras la aparición en 1840 del reloj eléctrico y en 1884 del neumático, con la introducción de los procesos físicos naturales en los sistemas de la medición del tiempo, a través de la creación, en 1920, del reloj electrónico de cuarzo, y la del reloj atómico en 1954.
El primer tipo de relojes, los electrónicos, se basan en el empleo de la frecuencia de oscilación de un resonador de diapasón, que oscila con una frecuencia de 360 hercios gracias a la fem que le suministra una pila a un sistema constituido por una bobina de medición conectada a un circuito que actúa sobre los imanes permanentes situados en los extremos del diapasón. Estas vibraciones, transmitidas al elemento que acciona el avance de la aguja, permiten obtener una precisión cercana al segundo al año.
Existe otro tipo de reloj electrónico en el que se emplea un cristal de cuarzo que se mantiene en su oscilación propia aprovechando el efecto piezoeléctrico de este material y sometiéndolo a un campo eléctrico resonante. Su precisión es de un segundo por año y su tamaño es extremadamente reducido.
Por otro lado, el reloj atómico se basa en el empleo de un circuito eléctrico oscilante cuya frecuencia esta regulada por las vibraciones internas de origen cuántico de los átomos o moléculas. De este modo se obtiene una serie continua de impulsos eléctricos con una frecuencia determinada que una vez desmultiplicada da lugar a los segundos atómicos. Con estos relojes se ha podido establecer la llamada escala de tiempo atómico, que tiene una precisión de unos 10־9 segundos por año.
Definición del segundo
Hasta el advenimiento de los relojes atómicos y la definición del segundo en función de la oscilación de una raya especifica del cesio, las escalas de tiempo estaban referidas, por regla general, a fenómenos astronómicos tales como la rotación de la tierra alrededor de su eje o la duración de la órbita de ésta alrededor del sol, si bien todos ellos presentaban el problema de la irregularidad de dichos movimientos y la dificultad de establecer órbitas medias y valores que fuesen lo bastante precisos y constantes como para servir de escalas temporales útiles para la ciencia.