Imperio español bajo la dinastía de los Borbones durante el siglo XVIII
Tras la muerte del monarca Carlos II, último de los Habsburgos hispanos, se produjo un enfrentamiento entre los imperios francés y austríaco por imponer en el trono español a un miembro de su familia. El aspirante por parte de Francia era Felipe de Anjou, nieto del rey Luis XIV y de María Teresa. Por su parte, Austria deseaba el trono para el Archiduque Carlos, hijo del Emperador Leopoldo y Margarita Teresa.
Este enfrentamiento produjo un conflicto armado en Europa durante 1701-1714, del cual salió triunfante la dinastía de los Borbones. La estructura del Estado español se debilitó tras el enfrentamiento, perdiendo presencia económica y política en Europa, originando que las colonias en América ejercieran cierto grado de autonomía.
Los reinados sucesivos de Felipe V (1701-46), Fernando VI (1746-59) y Carlos III (1759-88) se estableció el «despotismo ilustrado», régimen político en el cual los gobernantes conjugaron en la práctica los ejes del sistema absolutista y los preceptos del pensamiento ilustrado cuyo lema máximo era «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». La dinastía de los Borbones realizó durante el siglo XVIII acciones para modernizar la administración del Estado con la finalidad de:
– Hacer más eficiente y racionalizar la estructura administrativa pública o estatal.
– Continuar con la centralización de la toma de decisión en el monarca.
– Afianzar el poder estatal sobre el eclesiástico.
– Desplazar las instituciones medievales que todavía persistían en el Imperio.
– Cancelar la autonomía económica y política que iban adquiriendo las colonias a principios del siglo XVII.
– Impulsar el desarrollo de la manufactura en España.
– Retomar las ideas de libertad individual y económica; de igualdad jurídica así como la tolerancia religiosa que pregonaba la burguesía, siempre que no afectara los intereses del monarca.
Durante las primeras décadas del siglo XVIII, la Nueva España experimentó un desarrollo económico basado fundamentalmente en la minería de plata y oro; en el comercio de materias primas para la manufactura europea a través de la Metrópoli y en la «hacienda», que fungía como principal unidad de producción agrícola y ganadera para el autoconsumo regional.
El crecimiento económico que experimentó la Nueva España no trajo bienestar para todos los grupos sociales, por el contrario, acentúo las desigualdades socioeconómicas y políticas entre estos grupos. No obstante, surgen, en el seno de los criollos, inquietudes en contra de su marginación de la toma de decisiones económicas y políticas.
Aparecen también las primeras manifestaciones culturales del mestizaje, tales como el culto a la «Virgen de Guadalupe» del cerro del Tepeyac, lugar donde los indígenas rendian culto a la diosa Tonantzin; igualmente, surge por parte de los intelectuales criollos el interés por recobrar y articular la historia prehispánica.
Son éstas las principales manifestaciones del incipiente nacionalismo cultural. Dentro de la burocracia novohispana se naturaliza la compra de cargos públicos y se difunde la concepción patrimonialista de los mismos.
A mediado del siglo XVIII, el virreinato de la Nueva España comprendía un enorme territorio, que al sur llegaba hasta Costa Rica; por el este llegaba su jurisdicción a las islas Antillas; al oeste incluía las islas Filipinas y al norte ocupaba grandes extensiones de lo que actualmente son los Estados Unidos de América.
No obstante, no existía un control total por parte de los españoles de este territorio ya que comprendía grandes zonas despobladas o prácticamente inexploradas, así como porciones donde habían grupos indígenas aún rebeldes o estaban ocupadas por establecimientos de potencias europeas.