Productos de la cultura
Antes de iniciar con la exposición sobre los productos de la cultura, es importante definir el concepto de cultura.
El término cultura apareció en la sociedad de la Roma antigua como la traducción de la palabra griega paideia: “crianza de los niños”, enraizada en la noción de “cultivo”. Se trata del cultivo de la humanitas concebida, primero, como la relación de las comunidades grecorromanas con los dioses tutelares de su mundo; después, como el conjunto de las costumbres, las artes y la sabiduría que se generaron en ese mundo, y por último, esta vez en general, como la actividad del espíritu (nous) metafísico encarnado en la vida humana.
[…] el término cultura en la historia del discurso moderno relatada por Norbert Elias en su libro Sobre el proceso de la civilización aparece allí sobre todo dentro de la oposición que enfrenta la idea de cultura a la de civilización.
Para alguien como Kant ser “civilizado” consiste en reducir la moralidad a un mero manejo externo de los usos o las formas que rigen el buen comportamiento en las cortes de estilo versallesco, con indiferencia respecto del contenido ético que las pudo haber vivificado en un tiempo; ser “culto”, en cambio, es poseer la capacidad de crear nuevas formas a partir de contenidos inéditos.
Frente al concepto de civilización definido en el contexto de la Francia del imperio napoleónico, que retrata y expresa la ciega persecución progresista de todo lo que es innovación técnica y social, de espaldas a la tradición y a la herencia espiritual, el romanticismo alemán planteaba su idea de cultura ligada justamente tanto a la noción de “espíritu” como a la de un fundamento popular de toda cultura.
Cultura —dirá Margaret Mead— es el conjunto de formas adquiridas de comportamiento, formas que ponen de manifiesto juicios de valor sobre las condiciones de la vida, que un grupo humano de tradición común transmite mediante procedimientos simbólicos (lenguaje, mito, saber) de generación en generación.
Levi-Strauss, en su libro innovador Las estructuras elementales del parentesco, ha insistido en destacar la presencia de códigos o conjunto de normas que rigen ciegamente en la vida social, que se imponen a los individuos sociales sin que éstos puedan hacer nada decisivo ni a favor ni en contra de su eficacia. Sartre insiste en que si hay algo peculiar en el hombre ello no reside propiamente en el grado de complejidad de las estructuras que rigen su comportamiento, sino en el modo como esas estructuras se vuelven efectivas en la vida social concreta. El individuo social es, para Sartre, un ente dotado de iniciativa, capaz de trascender las leyes naturales, capaz de implantar una nueva legalidad encabalgándola sobre esa legalidad natural. El modo humano de vivir ese comportamiento implica la presencia de la libertad. [Sin embargo, todo se construye a partir de un principio, si se quiere histórico, de las normas sociales que están implícitamente referidas a los modos de comportamiento anteriores].
Se trata de defender la irreductibilidad de la coherencia cualitativa que presenta el conjunto de las singularidades que constituyen el mundo de la vida (La “lógica de la diferencia”) —la coherencia propia de la vida en su “forma natural” o como proceso de reproducción de los “valores de uso”— frente a la coherencia puramente cuantitativa (la “lógica de la identidad”) a la que pretende reducirla la modernidad mercantil capitalista.
En este sentido, Bolívar Echeverría2 señala que la descripción etnográfica de corte empirista sobre los productos de la cultura, supone un modelo ideal del proceso de trabajo, de la estructura técnico-funcional mínima que deben tener tanto el diseño como los utensilios y las operaciones manuales necesarias para construir una pequeña embarcación de madera. [Se trata de realizar, o más bien materializar, la creación cultural].
La peculiaridad de la técnica empleada pone de manifiesto de manera especialmente clara la vigencia de un nivel del comportamiento social que parece “innecesario”desde la perspectiva de la eficacia funcional en la producción y el consumo de las condiciones de supervivencia del animal humano, pero que, sin embargo, acompaña a éstas inseparablemente, afirmándose como precondición indispensable de su realización.
En el enfrentamiento a la naturaleza, en la realización de los actos de producción y consumo, las sociedades “primitivas” conocen un escenario de reciprocidad con ella y un orden de valores para su propio comportamiento que trasciende o está más allá del plano puramente racional-eficientista en la técnica, que rebasa el plano de los valores meramente pragmáticos o utilitarios.
El “mundo de la cultura” no puede ser visto como el remanso de la improductividad permitida o el reducto benigno de la irracionalidad que se encontraría actuando desde un mundo exterior, irrealista y prescindible, al servicio de lo que acontece en el mundo realista y esencial de la producción, el consumo o los negocios. Su intervención es demasiado frecuente y su vigencia demasiado fuerte en el mundo de la vida. [No es la dimensión cultural una precondición pasiva, sino que se define por su dinamismo activo en el comportamiento humano].
La historia de los sujetos humanos sigue un camino y no otro como resultado de una sucesión de actos de elección tomados en una serie de situaciones concretas en las que la dimensión cultural parece gravitar de manera determinante.
Puede verse, entonces, que la dimensión cultural de la existencia social no sólo está presente en todo momento como factor que actúa de manera sobredeterminante en los comportamientos colectivos individuales del mundo social, sino que también puede intervenir de manera decisiva en la marcha misma de la historia. [La cultura reproduce el actuar humano y, a su vez, la libertad humana ensancha o modifica a la cultura].
Fuente: Teoría del conocimiento de la facultad de contaduría y administración, UNAM.